domingo, 13 de marzo de 2016

G.

Sentada en el banco que mira al mar he decidido nombrarte, para ver cómo suenas con sal. Pequeño sol de mediodía del día gris que nos cayó en un Febrero desértico. Todo me devuelve allí, como las olas que arrastran las misma conchas una y otra vez, ahogando toda esperanza, de salir vivo, y sin sal y arena. Y la arena en los ojos saca mis lágrimas, pero fingiremos que me ha cegado este sol tan intuitivo y viejo. Todo me lleva allí, todo me lleva contigo. Salas blancas desconchadas con un atril, una niña de ojos nuevos sale a refrescarnos con poesía viral, después un anciano color montaña nos desvela palabras remendadas, un ukelele cierra la sesión de suspiros, no hay telón que caiga, tan solo quedaremos todos, mirando a esa desconchada pared blanca. Otro día frío que esperas ver nevar, otro día cálido que no sale el sol. Hay un parque verde que sube hacia al final de todo, escalamos, cogidas de la mano con el paraguas que cubre a toda la humanidad, para ver el fin del mundo desde arriba, y gritar que no fue para tanto. Y no lo fue, porque seguía despertando en sábanas de calor contigo y desayunando con nombres de directores, productores y guionistas de fondo, y aunque las vías me ataran camino a un lugar de polvo y silencio, donde vuelvo a estar yo sin sal, y lo único desconchado es mi intestino delgado, aunque esas vías me lleven lejos, siempre estaré en aquel portal mojado, en las gotas de café frías en la comisura de algunos labios y en el viento cortante de las tres de la mañana de alguien que busca carteles de neón. No sé si sabré a sal, o si solo me quedará el olor a naranja de las mañanas con zumo, pero hemos vencido al fin del mundo, y en algún lugar entre esa hierba, algún insecto contará nuestra victoria, hasta que se entere hasta la última hormiga.

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