lunes, 11 de abril de 2016

Existir

Aquel día entré a la tienda de bisutería y accesorios del cartel rojo y verde, sin pensarlo siquiera, y me dirigí directamente al mostrador, a cargo de una mujer de mediana edad que bien habría podido salir de un catálogo de teletienda de los noventa, sus ojos inquisitivos, con grandes pestañas que casi parecían plastificadas, y una sombra de ojos plateada, me miraron sin ganas, como si viera a uno más de sus miles de cachivaches tintineantes. Le pregunté que si tenía cascabeles, y eso sirvió para despertar un poco sus sentidos y empezara a existir. Se levantó y se metió por una puerta, también metalizada y con cortinas tintineantes, cada vez me sentí más en una nave espacial. Volvió al mostrador con una caja llena de cascabeles de diferentes tamaños, colores, formas, cintas... Elegí el más grande , del tamaño de una pelota de pin pon, metálico, y con una cinta negra y aterciopelada, en la cara de la asistenta de naves espaciales noventera apareció un brillo inusual, estaba segura de que jamás vendería el más grande. Pagué con un billete de veinte y me guardé las vueltas en la chaqueta, la nave espacial estaba llena de espejos, como de ser, y me acerqué a uno de ellos y me abroché yo misma el collar. Casi podía sentirme a gusto entre los cachivaches de la tienda. Salí, y a cada paso que daba el cascabel anunciaba mi presencia, casi como el mayordomo que anunciaba tu nombre en las fiestas de la nobleza en la época dorada. Pasé por un parque, los niños jugaban a fútbol, ese que se juega sin normas ni árbitros y del que muchos profesionales podrían aprender algunas cosas, mi presencia fue anunciada y el balón empezó a pasar de pies más lentamente, las fintas  se hicieron más cortas y los regates desaparecieron, me imaginé que miraban porque era guapa, que tenía esa belleza que hace que los niños te quieran sin más ya los padres les parezcas simpática sin decir una palabra. Pasé por el parque como si yo fuera el cisne, y ellos simples patos de estanque, burdos y ruidosos. Entré al centro comercial, casi conseguía apagar el zumbido del hilo musical, los bebés me sonreían desde sus carros, los abuelos me miraban afables desde sus bancos , los dependientes me instaban a entrar a sus tiendas y me obsequiaban con panfletos de promoción y muestras gratuitas. La siguiente parada era el instituto ocho de la mañana y yo ya había recorrido media ciudad al son del cascabel. Me sujetaron la puerta para que pasara, no sé quiñen, ni siquiera miré, en realidad no me importaba. Los saludos por cortesía se fueron repitiendo como un himno nacional, no me conocían, tan solo me veían, y eso ya era motivo suficiente para saludar, quién lo hubiera dicho. Cada vez que levantaba la mano para responder a alguna pregunta en clase el cascabel recordaba a todos mi presencia, pero a nadie parecía molestarle. Me preguntaron qué tal estaba en el recreo, hacía tiempo que no me lo preguntaba ni yo, y contesté que bien , y creo que era verdad. Estuve con las mismas personas , mis amigas de siempre, les conté mi mañana, les pregunté por sus vidas, ya no me acordaba de cómo sonaba en público, ni desde cuantos puntos de vista se puede ver una amistad. Nunca me había fijado en lo encantadora que es la cortesía, quizá porque nunca la había experimentado. Me imaginé viviendo así todos los días, la cortesía como sombra y el cascabel como una extremidad más, me imaginé sonriendo todos los días. Volví a casa, mi hermano me hizo la cena, mi madre me preguntó por mi día, le respondí que bien, estaba segura que era verdad esta vez. Me fui a mi habitación, me quité el cascabel, me miré en el espejo. Realmente nadie me preguntó por él, nadie pareció darse cuenta de que no estaba ahí antes. Si alguien me hubiera preguntado por él, no habría tenido más remedio que decir la verdad. "Es que hoy quería existir"

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